'Comemos menos, a veces nada': los recortes en la ayuda alimentaria agravan el hambre en Afganistán
Un grupo de niños y niñas nos miran fijamente, con curiosidad. Ya se han acostumbrado a la presencia del personal del Programa Mundial de Alimentos (WFP) y sus vehículos blancos todo terreno que entran y salen del asentamiento en que viven a las afueras de Kabul.
Solo que esta misión no es para entregar alimentos ni para registrar a nadie. Es simplemente para dejar constancia de cómo les está yendo a las personas después de recortarles por completo la asistencia alimentaria.
La gente aquí vive sin saneamiento ni agua potable. Se encuentran entre los 50.000 habitantes de 50 asentamientos levantados alrededor de la capital de Afganistán, quienes durante los últimos 20 años han huido del conflicto y del hambre en las provincias de Helmand, Balkh, Uruzgan, Kandahar y Laghman.
También se encuentran entre los 10 millones de personas a las que WFP se ha visto obligado a recortar por completo el suministro de alimentos en 2023.
Ellas están en una situación en la que no saben de dónde vendrá su próxima comida. Para las mujeres que crían a sus hijos solas (en muchos casos han perdido a sus maridos en el conflicto) es casi imposible sobrevivir dadas las restricciones que les imponen las autoridades de facto.
Veo niños arrastrando enormes bolsas de plástico para recoger y vender basura. Por cada día de trabajo, un niño gana 50 afganis afganos (0,60 de dólar estadounidense), cifra que está lejos de ser suficiente para alimentar a una familia de seis o siete personas.
Es casi mediodía de este caluroso sábado de agosto. Los niños que juegan en la calle levantan una polvareda. Una niña juguetona que viste un salwar kameez de color púrpura brillante me invita a conocer a su madre.
Me lleva a través de una cortina azul ondeante (nadie tiene puertas en estas chozas de barro que con el tiempo han reemplazado a las tiendas de campaña en la aldea) y me lleva a un pequeño patio, una característica común de los hogares afganos.
Pero en lugar de lo que tradicionalmente sería un jardín exuberante, camino sobre arcilla agrietada, sin ningún signo de vida, salvo un tendedero y un kilim descolorido. En un rincón, dos mujeres, Fátima y Tahmeena, se refugian del implacable sol de Kabul.
¿Cómo alimentarán a sus hijos si a ellas, tanto viudas y como cuidadoras, no se les permite salir de casa?
“Oh, sí”, dice Fátima, “pero sólo durante la noche”. Ellas van de puerta en puerta pidiendo a sus vecinos lo que les sobra. “Por cada cien puertas que tocamos, diez se abren”, afirma.
Pido ver su cocina. Me llevan a una cámara estrecha en un rincón del patio. Fátima se agacha para descubrir lo que, entre dos trozos de madera carbonizada, veo que es un horno de barro.
¿Cuándo fue la última vez que cocinaron? Dicen que no lo recuerdan. ¿Cómo se las arreglan sin asistencia alimentaria?
"Simplemente comemos menos y, a veces, nada", dice Tahmeena.
Pan duro o verduras que les dan los vecinos es todo lo que tienen para alimentar a sus hijos al día siguiente. Cuando me levanto para irme, me doy cuenta de que no he visto comida en su casa ni en ningún otro lugar del asentamiento.
A menudo me gusta pedir a las madres que describan el futuro que desean para sus hijos. En Afganistán, no lo hago.
“Somos un pueblo orgulloso”, dice un anciano con quien me encuentro. “Antes jamás habrías visto a nadie mendigando a plena luz del día, pero hoy sí. Es así como te das cuenta que la gente no tiene otra opción”.
Y añade: "Un perro no podría sobrevivir aquí, pero nosotros vivimos aquí".
En un país que se tambalea por un conflicto prolongado, una economía diezmada y una crisis climática que empeora cada día, más de un tercio de la población (15 millones de personas) se acuesta con hambre todas las noches.
WFP necesita urgentemente US$ 1.000 millones para sacar a los afganos del fondo del abismo. Las consecuencias de la inacción son impensables.
Peyvand Khorsandi contribuyó con este reportaje.