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Artículo de opinión: Para acabar con el hambre empecemos por los niños

Por James T. Morris, Director Ejecutivo del Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas

Centroamérica, 2005-04-18. Quien visita Centroamérica queda impactado por los grandes progresos que esta región ha alcanzado en la consolidación de su democracia y en la construcción de sociedades igualitarias tras muchos años de convulsión social y guerra civil. La estabilidad de la región es un fiel testimonio de que la buena voluntad, la determinación, y el poder en manos de los justos, pueden lograr acabar hasta con el más insuperable de los conflictos.

Sin embargo, ni la paz ni la estabilidad pueden por sí mismas terminar con el sufrimiento. La pobreza agobiante es todavía un freno para el desarrollo de Centroamérica. Con la pobreza viene el hambre, e inevitablemente el hambre se ensaña con los más débiles—madres y niños pequeños. Guatemala, por ejemplo, tiene la tasa de desnutrición crónica más alta de América Latina entre niños menores de cinco años—49 por ciento. En El Salvador, Honduras y Nicaragua las cifras son también altas–19, 29 y 20 por ciento respectivamente. Estos niños simplemente se están llevando la peor parte del problema.

El hambre es un problema, y de hecho todos los días 800 millones de personas, o sea cinco veces la población total del Brasil, se despiertan con el temor de no encontrar suficiente para comer. Puede que a lo mejor haya suficiente para hoy, quizás hasta para mañana, pero más adelante ¿quién sabe? La mayoría de los que pasan hambre, nacieron de madres que sufrían de hambre, la mayoría morirá con hambre,—muchos de ellos a temprana edad por causa de enfermedades relacionadas con el hambre, que sus débiles cuerpos no podrán resistir.

Desanima a cualquiera saber que hoy, en pleno siglo XXI más personas están muriendo de hambre que de sida, malaria y tuberculosis combinados. El problema es de tal magnitud que existe la tendencia a desesperarse, aún entre aquellos que se declaran comprometidos con la ayuda humanitaria. Sabemos que el hambre está allí, nos hace sentir mal, pero preferimos que no se nos recuerde el tema.

En el Programa Mundial de Alimentos creemos que la llave para resolver este problema está en los niños y niñas que aún no han nacido. Cada año cerca de 30 millones de mujeres en todo el mundo dan a luz bebés con bajo peso—o sea menos de 2.5 kilos. En casi todos los casos los bebés nacieron de madres que también estaban desnutridas.

El ciclo de malnutrición materno-infantil es una de las principales causas por las que la pobreza persiste generación tras generación. El hambre transmitida de madre a hijo es una herencia ruinosa. Bebés con bajo peso comienzan la vida con un terrible impedimento. Sus probabilidades de morir en los primeros días o semanas de vida, son 40 veces más altas que en aquellos bebés que nacen con peso normal y tamaño normal. Los bebes desnutridos tienen el doble de probabilidades de permanecer desnutridos el primer año de vida. Numerosos estudios han demostrado que el desarrollo cognitivo y del comportamiento de los niños desnutridos queda severamente afectado. Los niños desnutridos son también más vulnerables a las infecciones que consecuentemente reducen su apetito, prolongan la desnutrición, e inhiben el crecimiento.

Un desarrollo físico y mental más lento de lo normal tiene serias repercusiones en los bebés y las repercusiones seguirían durante toda la niñez. Cuando un niño con hambre se matricula en la escuela–si es que llega a hacerlo—su asistencia a clases y su rendimiento escolar serán erráticos. Él o ella tienen más posibilidades de retardar su ingreso a la escuela y de abandonarla antes de tiempo. La desnutrición en la adolescencia trae problemas tanto a las mujeres como a los hombres. Las madres desnutridas son más propensas a morir a causa del parto. El crecimiento imperfecto de sus huesos puede convertir la gestación un período peligroso. Los hombres jóvenes que sufren de retardo y anemia debido a la malnutrición son menos productivos y no pueden desempeñarse tan bien como sus compañeros que gozan de buena salud.

Hombres y mujeres jóvenes que sufren de retardo del crecimiento y anemia como resultado de la desnutrición son menos productivos y no pueden desempeñarse tan bien como sus compañeros que gozan de buena salud. Muchos de ellos simplemente quedan incapacitados para generar ingresos. Así el ciclo de la pobreza y el hambre continúa.

Si solo pudiéramos adecuar nuestros esfuerzos para asegurar que estas mujeres y sus bebés tuvieran acceso a alimentos nutritivos y asistencia básica de salud, lograríamos ver los cambios rápidamente. Esto es alcanzable:

Dar alimentación suplementaria a madres y niños por un año, cuesta menos de un dólar a la semana por beneficiario. Y eso incluye los costos de fortificar los alimentos con micro nutrientes, tales como Vitamina A, hierro y yodo. En otras palabras, comencemos por nutrirlos bien y mantengámoslos bien nutridos. En El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua, el PMA prové una comida nutritiva por día a más de 1,6 millones de niños escolares para mantenerlos saludables, y mientras conseguimos que los padres sigan mandándolos y manteniéndolos en la escuela.

La educación es la mejor oportunidad que tienen niños y niñas de romper el ciclo de la pobreza que ha encadenado las vidas de sus padres y abuelos. Trabajemos juntos para romper esas cadenas.